A menudo es poco más que una reina déspota. Exigente e impredecible pero enloquecedoramente indispensable, ella se asegura de infundir miedo en el corazón del hombre y dependencia en su alma. Ella es una monarca malhumorada: un día engañosamente dulce, atrayendo al hombre a sus aguas profundas, al siguiente día ruge con una ira insaciable y destruye absolutamente todo lo que se encuentra en su camino. Ella sabe que él no puede hacer nada contra ella y que él simplemente esperará a que pase la tormenta antes de volver a entrar en sus esclavizantes olas para buscar algunos peces para alimentar a su familia. Porque sin ella, morirán de hambre.
Es la historia de todos los pueblos de pescadores, de todo el mundo, de todas las épocas.
Se encuentra vida dentro de sus oleajes acuosos. Ella produce kilo tras kilo de camarones y pescado, poniendo comida en la mesa y dinero en efectivo en el bolsillo. Mantiene la economía en marcha: las mujeres se acurrucan alrededor de grandes mesas de madera, seleccionando, procesando y tiñendo camarones durante muchas horas y felizmente llegan a casa con unos cuantos pesos extra metidos en la parte superior de su blusa. Llegan camiones para transportar cargas hasta la Ciudad de México. Pueden comprar los zapatos de sus hijos, terminar de repellar su casa, y llevar a la Virgen a dar una vuelta en su lancha para agradecerle su éxito.
Excepto que no siempre es así.
Los hombres salen temprano en la mañana, unos pocos por lancha, cargados de gasolina, redes y mucho ánimo. Durante toda la mañana, con el cálido sol tropical cayendo a plomo sobre su piel curtida, tiran las redes de un lado a otro. Nada. Se regresan. Salen de nuevo por la noche, otro intento. Nada.
¿Qué comerá su familia? Carne y verduras sería impensable. Unos pesos para unas tortillas, y unos pescados para freír y compartir. No tienen más remedio que intentar de nuevo.
Se van toda la noche, toda la larga y oscura noche. Nada.
La desesperación se apodera de ellos. Se dirigen más hacia el mar abierto, más lejos de la relativa seguridad de la bahía. A donde posiblemente haya alguna esperanza.
Muy, muy lejos, en el horizonte oriental, las nubes se elevan y se acumulan en masas oscuras y aterradoras. Están demasiado lejos, hay tan poca esperanza. Algunos llegan a casa, otros no, sus pequeñas lanchas de pesca arrojados como pequeños juguetes en el mar violento. Su rabia apenas mitigada ni siquiera por los gritos desesperados de hombres desesperados.
Pero los que sí regresan a casa no tienen otra opción. No importa que casi hayan perdido la vida. Su familia tiene que comer.
Salen, una y otra vez. Buscan, transportan, reparan. Sin cesar, son la fuerza motriz para aportar al menos algo.
Salen, justo cuando el sol rojo brillante envía sus últimos rayos parpadeantes a través del mar ondulante. Son solo dos de ellos esta vez. El barco está completamente cargado, listo para pasar toda la noche. Se despiden de la familia en la playa que vigila su lancha cuando no está en uso, y se van. Se han ido por unos kilos de pescado.
Se van y cae la noche, el mar mece hasta adormecer a sus desprevenidos dependientes mientras una madre en casa arrulla a su bebé para que se duerma.
Los días pasan y no regresan. Ni en el primero, ni en el segundo, ni en el tercero. Las familias empiezan a desesperarse, pero ¿quién tiene dinero para pagar la gasolina para ir a buscar a tu marido, a tu padre, a tu hermano? El cuarto, el quinto.
Algunos hombres finalmente salen, de nuevo a las profundidades del mar.
¡Allá! Finalmente uno exclama. ¡Allí, oh, allí deben estar! ¡Oh, el dolor, la desilusión! Los fragmentos despedazados de lo que una vez había sido una lancha de pesca, flotando solo en ese campo azul de olas. Golpeado, sin duda por un enorme barco, invisible en la oscuridad de la medianoche. Más allá, lo que una vez había sido un hombre, ahora reconocible solo por una cadena que llevaba. El otro, perdido. Completamente perdido.
En este momento me quedo sin palabras, porque estas son historias reales. La historia de los hombres perdidos en una tormenta repentina sucedió hace 3 años, la de los otros dos hombres fue la semana pasada.
Vivían aquí, trabajaban aquí. Sus esposas e hijos están calle arriba, afligidos.
No había opción. A pesar de todo el peligro, de toda la incertidumbre que ofrece la vida de un pescador, no hay más remedio que ir una y otra vez a esas aguas turbias y esperar solo una pequeña captura. El mar, como una relación abusiva, puede quemarles la piel, robarles el sueño, quitarles la vida, pero el hombre siempre volverá a ella una y otra vez. La civilización lo exige, la economía lo exige y, sobre todo, los estómagos vacíos de sus hijos lo exigen.
¿Y qué se puede hacer? Supongo que mi hijo de tres años lo dijo mejor.
Mami, espero que Dios salve a todos los pescadores.
Yo también, hombrecito. Yo también.
