27 Julio, 2019
Prefacio
Hay personas en todo el mundo que viven vidas completamente inimaginables. La anécdota que elijo contar ocurrió hace menos de una semana, pero no es la primera vez que sucede, ni será la última. También es una historia que de ninguna manera está restringida a un pequeño pueblo en el sur de México. Entonces, humildemente le pido, amigo lector, que se ponga sus anteojos de perspicacia y prepárese para leer algunas cosas incómodas, recordando que estas son personas reales. He abrazado a sus encantadores hijos; ellos han jugado con los míos.
Con el afán de ser discreta, elegí cambiar los nombres. Al narrar estas historias, me he tomado la libertad de agregar detalles y diálogos descriptivos, que pueden o no ser exactamente como todo transcurrió. Sin embargo, el corazón, el alma y los puntos principales permanecen inequívocamente en función de los hechos tristes de algunas de las vidas más desesperadas que he visto.
Historia
Elizabet observaba ansiosamente el camino por el que llegaría Pedro. Él había trabajado toda la semana y ella, incluso, había ido algunos días para ayudarlo. Hoy le pagarían. Miró hacia abajo y los ojos demacrados de sus hijos le devolvieron una mirada pensativa. Habían estado en el basurero esa mañana, como de costumbre, pero tuvieron poco éxito ese día.
“Mamá”, dijo el pequeño Pedrito melancólicamente: “Tengo hambre”.
“Sé que estás pequeño, amor, pero solo espera un poco más. Papá estará en casa pronto. Cuando venga, veré qué te preparo”. Pedrito parecía estar poco convencido de este comentario optimista.
Escucharon el cancel cerrar con fuerza; todos se estremecieron involuntariamente.
Pedro llegó tambaleándose por el camino de tierra, y entró tempestivamente por la cortina que servía de puerta de la casa. Los cinco niños se acurrucaron detrás del pequeño cuerpo esquelético de su madre, escuálido por el bien de ellos, por dar a cada uno de ellos un par de bocados adicionales que deberían haber sido suyos.
“¿Dónde está mi cena?”, rugió Pedro, con insultos incoherentes que son típicos de cualquier hombre ebrio.
“¿Me trajiste dinero? ¿Cómo puedo conseguir comida si no tengo dinero, Pedro?”, respondió ella.
“¡No me respondas, mujer!” Y cuando Pedro levantó su puño, Elizabet dio una señal imperceptible a las criaturas inocentes detrás de su falda.
El sonido de la bofetada que le dio a su mujer fue suficiente para sofocar el ruido de pisadas ligeras se dirigían unos tres metros a la salida por la puerta trasera.
Continuó maldiciendo, gritando, vociferando, abusando, sus ojos hinchados y enrojecidos de ira.
“¡Ven, Pedrito, rápidamente! ¡Ven, oh, ven, pequeñita Maria! ¡No mires hacia atrás, solo ven! ” Isabel, en su angustia, apenas pudo recoger a Pedrito en sus brazos tan delgados y corrió precipitadamente a través de la selva de cocos.
Los otros siguieron, confiando en que su hermana mayor los guiaría de la manera que su madre les había mostrado tantas veces qué hacer.
“Siempre tomen una ruta diferente”, había dicho su mamá. Un sendero trajinado podría ser descubierto. “Váyanse a prisa, y en silencio. Denle la vuelta al árbol de mango y diríjanse a la bajada”. Así se fueron, abriendo camino entre la hierba alta, el sol a plomo ardiendo sin piedad sobre sus cabezas.
Por fin llegaron, jadeando, a su escondite especial. Mamá lo había hecho ella misma, un refugio de la tormenta de un marido borracho y violento. Era solo una pequeña estructura, cuatro postes de madera como postes en las esquinas y un antiguo letrero de lona tendida en la parte superior. Los niños, agitados de miedo y cansancio, se sentaron en un par de troncos que mamá había traído arrastrando la última vez, sin decir nada.
Pedro ya se había tirado en el piso, el hedor de sus pantalones sucios llenaba la casa.
Elizabet rápidamente, en silencio, agarró una jarra de agua y siguió a sus hijos. No se sabía cuándo su marido despertaría nuevamente, o qué más le haría a ella o a los niños. Entre el alcohol y las drogas, era completamente impredecible. Ella recordó claramente que su último hijo fue concebido no de amor sino de una demanda borracha, lujuriosa y brutal.
Llegó a la pequeña carpa, abrazó a sus hijos asustados y les dio a todos un trago de agua.
“Vengan, pequeños, Papá está mal. Es mejor que nos vayamos. Síganme de forma rápida y silenciosa”.
Ella recogió al más pequeño y los otros cuatro se formaron en fila detrás de esta pequeña mujer que daría todo por sus hijos. Caminaron por el monte, finalmente cruzaron la carretera principal, manteniéndose siempre en la sombra, un oído atento por si alguien los seguía, y con la mirada alerta en caso de peligro. Los niños no dijeron nada. No tenían nada que decir. Las dificultades, el hambre, la pobreza y la violencia habían grabado en sus cerebros la inutilidad de la queja. El silencio se suspendía sobre ellos, roto solo por el zumbido de los zancudos y el silbato de una golondrina, mientras caminaban hacia el pueblo para encontrar ayuda.
Llegaron, por fin, a la casa de la hermana de Elizabet quien, conociendo la rutina, los metió a su casa, cerró la puerta, y luego vigiló la calle por mucho tiempo. Convencida, por fin, de que Pedro no se había percatado de la huida de su familia, dirigió su atención a los que estaban adentro. Distribuía agua fresca a todos, mientras sostenía al bebé en su cadera, obligando a su hermana a sentarse, animando a los niños a jugar. Soledad, se llama la hermana, estaba sumamente activa. Les hizo empanadas, los llenó al máximo. Los bañó con el amor y la atención que todos necesitaban desesperadamente.
“Ven con nosotros esta noche a escuchar la predicación del evangelio”, sugirió Soledad, sabiendo que su hermana urgentemente necesitaba a Cristo en su vida.
“Yo iría. Tú lo sabes. Me encantaría ir. Pero él me encontrará allí. ¿Recuerdas la última vez? Tuvimos que escondernos en el baño, los creyentes tuvieron que cerrar la puerta principal para protegernos. Me encontrará y hará un escándalo, la escena sería terrible, e intentaría pelear con los hermanos. Ni siquiera me deja ir cuando está sobrio. ¿Y ahora así?
Soledad aceptó, y decidió entonces mostrarle amor, no solo el amor de una hermana carnal sino también el amor de Cristo a una familia pobre y perdida. Elizabet y los niños se quedaron hasta que pudieron averiguar si Pedro finalmente estaba sobrio nuevamente, para volver a casa, lo cual hicieron. Es cierto, es bastante anticlimático.
Epílogo
Pero ¿cómo lo hicieron? ¿Cómo podrían volver a tal entorno? Abundan las preguntas. ¿Por qué ella lo soporta? ¿Qué pasará con los niños? ¿Habrá alguna vez algún cambio?
Hay una fortaleza en mujeres empobrecidas que sobrepasa lo que yo jamás que haya visto.
Hoy, pensamos en las mujeres fuertes como las que han subido la escalera corporativa, que dirigen sus propios negocios mientras educan en el hogar a 6 niños, mujeres que escriben largos artículos sobre cómo son iguales a los hombres.
Las mujeres fuertes son mujeres que pasarán hambre por sus hijos. Son mujeres que son fieles a sus esposos, incluso cuando es lo que menos que merecen ellos. Son mujeres que no tienen agua corriente en su casa, pero logran lavar ropa, platos, pisos y bañar a sus niños todos los días. Mujeres que no tienen miedo de buscar ayuda. Mujeres que arriesgarían sus vidas por sus hijos. Las mujeres fuertes son las que se despiertan todas las mañanas y simplemente lo hacen todo nuevamente sin murmurar acerca de su infortunio.
A pesar de tanto daño que un esposo como ese puede hacerle, es imposible que su esposa lo deje. Ella necesita la seguridad física de la presencia de un hombre, necesita el dinero ocasional que realmente trae a casa, ella necesita su ayuda e incluso su amor, ya que cuando está sobrio es realmente un hombre agradable. Ella se queda con muy poco qué escoger.
¿Y los niños? ¿Dónde deja a esos preciosos niños quemados por el sol, con grandes ojos cafés? Los deja con poca educación, poca esperanza de avance, pocas oportunidades para aprender cómo debería ser una familia funcional. Solo mirarán y crecerán creyendo que de alguna manera es normal, caminando por caminos similares en la vida.
¡Oh, si tan solo se pudiera romper el ciclo miserable! ¡Si tan solo la luz del glorioso evangelio de Dios pudiera brillar en sus corazones oscuros! La esperanza, el amor, la alegría podrían ser suyos.
Mientras reflexiono sobre lo que acabo de escribir, recuerdo la última vez que hablé con Elizabet. Ella vino a la casa con su hermana y tuvimos una pequeña charla muy amena. Estaba feliz y en paz, riéndose y disfrutando de la conversación. Sin embargo, sus ojos de 22 años siempre desmentían su alegría. Son los ojos de una anciana, ojos llenos de conocimiento miserable y duro. Están pesados por la preocupación y el dolor. Desearía poder recogerlos a todos, llevarlos a casa y mejorar todo. Pero no puedo. Solo Dios puede trabajar para hacerlo bien, solo él puede proporcionar el milagro necesario para salvar a esta familia.
Estoy muy consciente de que esta familia no es la única de su clase. Hay otros en esta ciudad, en este estado, en este país. Familias como esta existen en todo el mundo.
Solo queda una palabra por agregar.
Orar.
