22 Diciembre 2022
Ayer fue el solsticio de invierno. Aquí, entre los paralelos de 15 grados Norte y el Trópico de Cáncer, la noche empezó a caer a las 5:30. La oscuridad temprana es una manta ponderada (pesada, una colcha de uso terapéutico) que envuelve con consuelo y paz a las almas cansadas. Nada persuade a uno jugar afuera sino hasta el anochecer, hay poco que obliga a uno a estar afuera. Como un sabático anual, la oscuridad del invierno trae el descanso que hemos anhelado durante los días soleados y brillantes de calor y trabajo. Se siente como una metáfora inversa. De alguna manera, en este caso, la oscuridad es paz.
Estas tardes tranquilas y oscuras de juegos familiares, de té y libros, de rompecabezas y manualidades sirven también para la introspección. El ajetreo de un año en su cenit está alimentado por descargas involuntarias de adrenalina y listas interminables. A menudo somos insensibles a la emoción, a las batallas internas, e incluso, a la oposición, o delincuencia, espiritual. Sin embargo, a medida que el sol se hunde cada vez más temprano detrás de los bancos de nubes del oeste, nuestros pensamientos lentamente miran más y más profundamente hacia adentro.
Quizás por eso, en parte, el tema de la sanidad se ha hecho cada vez más presente en mi alma. Preguntas como: “¿Cómo es la verdadera sanidad?”, “¿Cuándo podemos saber que hemos sido sanados?” y “¿Podremos ser sanados alguna vez?”, son las que la oscuridad silenciosa me ha permitido preguntarme.
Quizás parte de esta conversación se encuentre en el octavo cumpleaños de nuestro bebé Damián la semana pasada. Parte de esto se encuentra en el ocasional correo electrónico desagradable. Parte se encuentra en los momentos que son particularmente incompartibles por su especial sensibilidad.
Creo que comencé a pensar en la verdadera sanidad hace unos meses después de una difícil llamada por Zoom. Sentí que me incumbía compartir algunos detalles muy dolorosos sobre nuestra vida de los últimos ocho años. En el momento en que abrí la boca, mis manos comenzaron a temblar incontrolablemente, mi ritmo cardíaco aumentó, y en menos de un minuto estaba luchando por controlar mis emociones.
Pensé que había sido básicamente sanada. Pensé que mi sistema nervioso había sido reacondicionado. Pensé que podía hablar de esas cosas difíciles como un espectador externo. Pero estaba equivocada. Muy, muy equivocada.
Mientras luchaba por dominar esta sorpresa inesperada, la pregunta surgió en el fondo de mi mente. “Si esto es lo que pensé que significaba ser sanada, ¿qué, realmente, es la sanidad?”
Durante estos días y semanas de reflexión, David me compartió una cita, creo que de Thomas Brooks, que básicamente dice que al final de las pruebas deberíamos ser capaces de mirar hacia atrás, no como uno que las experimentó, sino como haber ganado la capacidad de ver esos días a través de los ojos de Dios.
Todas las heridas dejan algún tipo de cicatriz. Eso es obvio. Pero a veces esperamos que las heridas emocionales nunca sanen o queden sin cicatrices. Tampoco puede ser cierto. Hace unos años me dijeron que “superara” la muerte de Damián. Ese individuo esperaba que mi dolor no tuviera cicatrices. Otros nos han acusado de actuar como víctimas: creen que nuestras heridas son: a) inválidas, y b) nunca sanarán. Es decir, que siempre permaneceríamos tirados en el barro de sus injurias.
Todas las heridas, físicas o emocionales, dejan una cicatriz. Así que lloraré cada 12 de diciembre y cada 10 de febrero hasta el día de mi muerte. Espero temblar físicamente durante el resto de mi vida cada vez que se mencionen a ciertas personas y sus acciones. Luchamos contra una crisis de confianza que probablemente nos seguirá el resto de nuestros días.
Pero esas cosas no significan que no hemos sido sanados.
Si sanar es ver nuestra vida a través de los ojos misericordiosos, amorosos y omniscientes de Dios, ¿no es posible ser sanado incluso mientras uno llora, tiembla y se dobla de dolor? ¿No es entonces la sanidad equivalente a un desprendimiento del orgullo, de la amargura y de la ira, una liberación de nuestro sentido de la justicia? ¿No puedo entonces ser sanada sabiendo que estoy marginada, tachada, o despreciada? Cuando esas cosas son hechos pero ya no incitan a mi alma a pecar, ¿no es eso sanidad? Seguirá doliendo, pero con un dolor puro. No dolida por mi orgullo, sino dolida por el corazón de Dios al ver a su pueblo caer en pecado una y otra vez.
Entonces, la sanidad quizás se encuentre más en el despojo del pecado en mi propio corazón que en las expectativas físicas normales que la sociedad nos ha exigido durante mucho tiempo. Lo cual es, por supuesto, verme a mí misma y a los demás a través de los ojos de Dios. Esta madurez espiritual y la semejanza a Cristo en la sanidad es un proceso de toda la vida, un viaje lento pero hermoso que me aleja de mí misma y me acerca a Él. A fin de conocerle a Él… y la participación de Sus sufrimientos.
Desde ese punto de vista, nunca podremos ser verdadera y completamente sanados hasta que Su fuerte y santa mano traspasada tome nuestra mano débil y cansada, llevándonos por la calle de oro y hacia los manantiales de agua viva, hasta ese bendito árbol verde cubierto con hojas de sanidad.
Y eso está bien.
Nos mantiene apoyándonos en Él a través de este amplio desierto. Prefiero cojear con Jacob que ser sanada sólo para después invitar al enemigo como lo hizo Ezequías.
Que al cierre de este año, durante esta temporada de paz e introspección, encontremos las penas y pruebas de los últimos meses envueltos en el conocimiento de Dios, que encontremos sanidad en Su amor. Venid y volvamos a Jehová; porque él arrebató, y nos curará; hirió, y nos vendará.
Gracias por leer, por apoyar, por orar. No tiene idea del consuelo y el aliento que ha brindado a nuestra familia el ser parte de esta comunidad.
¡Les deseo muchas, muchas bendiciones y nos vemos aquí el próximo año!
Por causa de Aquel que nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros,
Su hermana, Penélope.
